Todo pasó después de un destello: no hubo más tiempo, ningún segundo, ningún minuto; más bien, nadie más que contara años. Sólo quedó un miasma verde fluyendo del aire, el eco atmosférico de millones de gritos humanos; de millones de humanos trastocados en polvo por la inevitable avaricia de una infalible guerra nuclear.
La muerte se había congelado en cada imagen de un paisaje recién quebrado por la ausencia de todo; las piedras exhalaban un rumor viejo, los edificios agujereados parecían estar fusilados a causa de una alta traición contra el sistema que los había construido con manos de acero. La sociedad se esfumó como en un soplo y lo poco que quedó de ella: las migajas de cenizas, un casco verde asemejando una tortuga asustada; eran conquistados por una cucaracha que, sin prisa, reclamaba su presa en el suave meditar de sus instintos.
No había cielo, las nubes amarillentas asemejaban una barrera entristecida por un pigmento gris de lluvia y relámpagos que pretendían borrar todo con un violento repicar de cristales que levemente cortarían toda una vida de inmutable existencia. De pronto, la cucaracha levantó sus finos radares y ante el sonido ondular de una roca corrió despavorida a su escondite de tortuga: cinco seres salían de una bóveda, como paridos por la tierra; cinco seres que por primera vez miraban nada.
El niño, al parecer el más pequeño, alzó su voz de caramelo. El idioma desconocido para el mundo rebotó dentro del edificio, dio una vuelta y volvió donde estaba la familia, en forma de una dura carcajada que hizo a los tres pequeños asegurarse en la propia inseguridad de sus padres. La madre miró en derredor, respiró el aire detestablemente contaminado; se dejó consumir por el silencio que bailaba entre el aire y los truenos, que dejaban un intervalo de miedo; miró al cielo y de pronto una simple gota desgarró el occidente de su mejilla. La lluvia ácida arreciaba sobre el púlpito terrestre; la familia enterrada en su refugio inviolable recordaba un cierto día, un cierto recuerdo que prevalecía entre las llamas: el perrito Sagaz, espantado por el asunto de las metrallas, corría en una suave fuga tras uno de los que llamaban enemigos…el estallido fue inevitable. Lentamente Sagaz fue dejando sus respiros como un reflejo sobre la arena.
El recuerdo estalló sobre la cabeza del padre y nadie hablaba. Los dedos de la lluvia tocaban con tranquilidad la enorme puerta de salida y adormecían con su canto de tambor a los más pequeños. La madre, adornando su mejilla con un trapito semisucio, auscultaba el corazón de su marido «ya está pasando la tormenta» dijo, y como si sus leves palabras fueran magia, la lluvia se detuvo. Sin esperar, el padre abrió la compuerta a la realidad. El fresco aroma a tierra mojada le entró como un golpe en los sentidos, la sensibilidad del cielo recién lavado, el furor de la supervivencia, el ánimo impertérrito del ser humano; todo se revolvió en un entusiasmo perfecto. Paso tras paso, en la respiración de un aire diáfano, la familia atravesó la existencia; la madre varada en un llanto interrumpido por la emoción, el padre dando gritos alocados, riendo, cayendo de rodillas al suelo; los otros dos: la niña y el niño, apoyados en un sueño, corrían en una libre persecución tras la felicidad, y el más pequeño, el de voz de caramelo, apilaba una piedra sobre otra en una reconstrucción infantil de sus memorias más intimas.
Momentos después, en el horizonte abierto, el sol pintaba con su andar dorado una cima de nubes entrelazadas, rozaba con sus lienzos traslúcidos el rostro del padre, que en su esperanza invencible especulaba los caminos del mundo, las nuevas conquistas vegetales, con una elemental sonrisa acallada.
La muerte se había congelado en cada imagen de un paisaje recién quebrado por la ausencia de todo; las piedras exhalaban un rumor viejo, los edificios agujereados parecían estar fusilados a causa de una alta traición contra el sistema que los había construido con manos de acero. La sociedad se esfumó como en un soplo y lo poco que quedó de ella: las migajas de cenizas, un casco verde asemejando una tortuga asustada; eran conquistados por una cucaracha que, sin prisa, reclamaba su presa en el suave meditar de sus instintos.
No había cielo, las nubes amarillentas asemejaban una barrera entristecida por un pigmento gris de lluvia y relámpagos que pretendían borrar todo con un violento repicar de cristales que levemente cortarían toda una vida de inmutable existencia. De pronto, la cucaracha levantó sus finos radares y ante el sonido ondular de una roca corrió despavorida a su escondite de tortuga: cinco seres salían de una bóveda, como paridos por la tierra; cinco seres que por primera vez miraban nada.
El niño, al parecer el más pequeño, alzó su voz de caramelo. El idioma desconocido para el mundo rebotó dentro del edificio, dio una vuelta y volvió donde estaba la familia, en forma de una dura carcajada que hizo a los tres pequeños asegurarse en la propia inseguridad de sus padres. La madre miró en derredor, respiró el aire detestablemente contaminado; se dejó consumir por el silencio que bailaba entre el aire y los truenos, que dejaban un intervalo de miedo; miró al cielo y de pronto una simple gota desgarró el occidente de su mejilla. La lluvia ácida arreciaba sobre el púlpito terrestre; la familia enterrada en su refugio inviolable recordaba un cierto día, un cierto recuerdo que prevalecía entre las llamas: el perrito Sagaz, espantado por el asunto de las metrallas, corría en una suave fuga tras uno de los que llamaban enemigos…el estallido fue inevitable. Lentamente Sagaz fue dejando sus respiros como un reflejo sobre la arena.
El recuerdo estalló sobre la cabeza del padre y nadie hablaba. Los dedos de la lluvia tocaban con tranquilidad la enorme puerta de salida y adormecían con su canto de tambor a los más pequeños. La madre, adornando su mejilla con un trapito semisucio, auscultaba el corazón de su marido «ya está pasando la tormenta» dijo, y como si sus leves palabras fueran magia, la lluvia se detuvo. Sin esperar, el padre abrió la compuerta a la realidad. El fresco aroma a tierra mojada le entró como un golpe en los sentidos, la sensibilidad del cielo recién lavado, el furor de la supervivencia, el ánimo impertérrito del ser humano; todo se revolvió en un entusiasmo perfecto. Paso tras paso, en la respiración de un aire diáfano, la familia atravesó la existencia; la madre varada en un llanto interrumpido por la emoción, el padre dando gritos alocados, riendo, cayendo de rodillas al suelo; los otros dos: la niña y el niño, apoyados en un sueño, corrían en una libre persecución tras la felicidad, y el más pequeño, el de voz de caramelo, apilaba una piedra sobre otra en una reconstrucción infantil de sus memorias más intimas.
Momentos después, en el horizonte abierto, el sol pintaba con su andar dorado una cima de nubes entrelazadas, rozaba con sus lienzos traslúcidos el rostro del padre, que en su esperanza invencible especulaba los caminos del mundo, las nuevas conquistas vegetales, con una elemental sonrisa acallada.
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